Quisiera conocer a esa persona que afirma sinceramente no sentirse sorprendido en el inicio del pontificado de Francisco. La inmensa mayoría de los católicos tenían como mucho una ligera idea de la existencia de un indeterminado cardenal llamado Bergoglio. Tan incierta su nacionalidad como sus méritos, virtudes y enseñanzas. Para este grupo, cualquier acto un poco fuera del estándar atribuido a un pontífice ya resulta una sorpresa. Para aquellos que conocíamos una parte de su trayectoria a la sorpresa de su designación (en mi caso mayúscula) se ha sumado el estupor y el encanto ante sus declaraciones y actuaciones.
Es inevitable comparar a un pontífice con su antecesor; especialmente en un caso como el que nos ocupa, donde el antecesor está vivo y observa callado el quehacer del sucesor. Por ello cada acto o manera del nuevo se compara con el correspondiente del anterior. Si este se muestra risueño, se habla de la seriedad del otro. Si uno gusta del contacto de la gente, hablamos de la tremenda timidez de BXVI. Pero también lo hacemos a la inversa. Si se nos aburrió con el tema de los zapatos del BXVI ahora se dedica alguna portada a los zapatones gastados de Francisco. Si BXVI gustaba de utilizar la vestimenta propia del Papa y aprovechaba las posibilidades estéticas que la historia eclesial ha permitido que florezcan, se señala el reparo de Francisco por cualquier signo externo de boato.
Esta dualidad permanente, que aún durará un tiempo, esta confrontación con poco contenido entre lo que X hacía y lo que Y ahora dice, sirve para llenar columnas periodísticas. Para poco más. Conviene fijarse en aquellas cosas esenciales que BXVI se empeñaba en subrayar y dejar a un lado lo que tiene de idiosincrasia y es puramente propio del Papa como ser humano. Francisco no podrá (no deberá) soslayar esas cosas. Del resto, hará lo que considere, con libertad.